Tuesday, February 20, 2007

Transgénicos

La escasez de maíz, el alza al precio de la tortilla y cómo enfrentar el problema son tema de discusión. Cada sector tiene su punto de vista y evalúa los distintos factores que intervienen en la crisis. El abandono del campo, el tratado de libre comercio, los acaparadores y una absoluta falta de sensibilidad de las elites políticas y económicas han sido puestas sobre la mesa. En algunos aspectos no hay mucho que discutir, el campo está abandonado a su suerte desde hace muchos años. A los defensores del libre mercado y enemigos acérrimos de de los subsidios se les puede rebatir muy fácilmente, si nuestros “socios” subsidian, nosotros porqué no. Tan fácil, igualdad de condiciones para producir y vender. Si los norteamericanos lo hacen, nosotros debemos hacerlo también. La falta de previsión ante la llegada de los motores de etanol en gobiernos como los nuestros es obvio ante la inmediatez de los intereses de nuestros políticos (el petróleo se está acabando lentamente y nadie tiene un plan al respecto). Los monopolios de la masa y los acaparadores están ahí, a la luz del sol, todos saben quienes son y permanecen impunes y fuera de control.

El punto del debate en el que quiero detenerme es en uno que me sorprende, aunque ya no debería de hacerlo. La falta de propuestas creativas y reales de la supuesta izquierda nacional e internacional.

Por muchos años la idea de ser de izquierda fue el de una actitud racional frente a los procesos sociales y económicos. El triunfo de la razón sobre la superstición y la explotación del hombre por el hombre. En este panorama la ciencia fue siempre un elemento fundamental para el progreso de la humanidad. En las últimas décadas del siglo XX un virus se inculcó en la izquierda. El del new age, una mezcla de creencias que sustituyen a las religiones tradicionales en las que ideas poco sustentadas sobre la naturaleza, el universo, “espiritualidad”, crearon descabellados dogmas sobre lo políticamente correcto. Organizaciones sustentadas por la izquierda del primer mundo han infiltrado al tercer mundo de manera tan eficaz como las grandes trasnacionales que parecerían clones bizarros de las mismas. Yo personalmente nunca me he sentido identificado con siglas como las de Greenpeace y Amnistía Internacional. Hay un tufo de “culpa blanca” que me parece inapropiado en los habitantes de los países subdesarrollados como el nuestro. Me parecen organizaciones creadas para que los estudiantes del primer mundo se den el lujo de enarbolar una bandera. La lucha contra los transgénicos me parece el peor de los ejemplos.

El uso de la ciencia para solucionar el problema de los alimentos en el mundo debería de ser una bandera incondicional de los sectores progresistas. Sin embargo, no. Resulta que están convencidos con argumentos profundamente endebles de que los alimentos transgenicos son una aberración de la ciencia y el capitalismo contra la humanidad y especialmente los países pobres. Los avances en tecnología e ingeniería genética abren un enorme y alentado panorama a la ciencia, pero por alguna razón hay quienes se oponen. Los argumentos van de lo francamente risible, como que son “frankensteins” indudablemente dañinos por decreto. Hasta debates más serios como el del impacto que pueden producir sobre determinados ecosistemas, tierras de cultivo y sobre otras especies. Aunque como bien ha señalado Luis González de Alba, la humanidad lleva milenios seleccionando genéticamente sus cultivos.

Yo, sigo creyendo que es la ciencia uno de los mayores valores de la humanidad, y más cuando se utiliza para alimentar a la gente y no para matarla. No soy científico, pero creo que la investigación científica es básica para quitarnos las vendas de la ignorancia y la dependencia económica. Será labor de los científicos el corroborar el impacto de los alimentos transgénicos sobre la tierra y los consumidores tanto animales como humanos. Labor de la sociedad y el estado exigir que las investigaciones sean reguladas y llevadas de la mejor manera posible. Me parece inconcebible que se decrete a los transgénicos perjudiciales per se. Negarle el beneficio de la duda a la ciencia es negarnos la oportunidad de un mundo mejor y es cometer el crimen de castrar la curiosidad que mueve al conocimiento. Se ponen al nivel de los que se oponen a enseñar educación sexual o los que pretenden prohibir la utilización de células madres con propósitos médicos y de investigación.

Poder crear variedades de alimentos más resistentes al clima, que se puedan cosechar en menor tiempo y con mejores nutrientes a mejor precios podrá abatir el hambre de millones de personas. Ahora bien, estoy convencido de que un problema radica en la utilización comercial de esta tecnología. Evidentemente los grandes laboratorios que pagan estas costosas investigaciones desean hacer negocio. Y lo hacen. Las semillas y patentes de su tecnología son caras. Ahí es dónde los países pobres empezamos a quedar rezagados, con nula inversión en el campo, nuestra producción agrícola no produce más que lástima. Sin tecnología propia, utilizando métodos caducos en tierras gastadas, ni programas eficientes de actualización y crédito. Agreguen esto a los “supuestos” protectores de nuestros campesinos, a los que les parece genial que vivan como sus antepasados, sin integrarse a las nuevas tecnologías y formas de producción. Así pues, no extraña que los países desarrollados otra vez se pongan a la delantera, lucrando con nuestra ignorancia e incapacidad para dejar atrás dogmas y prejuicios. Todo esto cobijado por muchas ideas supuestamente de izquierda. Les voy dar una verdadera idea de izquierda. Impulsar la investigación de los alimentos transgénicos dentro de un programa amplio en el que científicos de la UNAM, IPN y la Universidad de Chapingo generen semillas transgénicas apropiadas para nuestro campo, con un plan para aumentar en corto, mediano y largo plazo nuestra producción. Así, nuestros campesinos pobres podrían adquirir esta tecnología a precio muy bajo. Estas patentes también podrían ser vendidas a empresas y países desarrollados a mayor precio, generando riqueza económica a nuestras universidades que podrían reinvertirlo en más investigación. Imagínense que a mediano plazo esta riqueza generada por el conocimiento reactivara el campo mexicano mejorando la vida de quienes trabajan la tierra y ahora tienen que emigrar para sobrevivir. Imagínense que esta riqueza crece aún más en investigación autofinanciada en medicina, ingeniería, electrónica, que mejore la vida de los que vivimos aquí y que genere más patentes y más dinero fresco para nuestra educación. Imagínense que nuestras universidades se vuelven prósperas, con suficientes recursos para otorgar más y mejor educación. Imagínense que en el futuro tuviéramos excedentes y pudiéramos ayudar con nuestra tecnología a países más pobres a solucionar sus problemas de agro y alimentación. Imagínense que México se convirtiera en vanguardia no sólo económica, sino en otorgar verdaderas soluciones al problema de la hambruna y la pobreza. Imagínense que nos quitamos las vendas y apostamos por un mundo mejor, basado en el conocimiento.

Jorge E. González Ayala

Friday, February 16, 2007



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Gabriel Orozco

Por Jorge E. González Ayala

No soy pintor ni artista plástico, pero me apasiona el tema. Tampoco soy pintor frustrado, nunca lo intenté, estoy negado desde la infancia al dibujo y las actividades manuales. Pero eso no me impide de disfrutar de las artes plásticas. Como músico tuve oportunidad de estudiar a fondo historia del arte y por mi parte he procurado leer y aprender lo más posible, en especial del arte moderno y la relación de la música con la pintura. Diferentes artistas mexicanos contemporáneos me han interesado. Los muralistas, la generación de la ruptura. De los 70 me impactó Enrique Guzmán, homónimo del cantante, pero artista profundo con un lenguaje crudo y avasallador que truncó su vida suicidándose. De los ochenta, me sentí fascinado por la obra de Julio Galán recientemente fallecido y cuya excentricidad y bizarra visión de la realidad se plasmaba en sus lienzos con una ironía inquietante. La retrospectiva que pude disfrutar de él en el MAM, me marcó profundamente. Los noventa los tengo ligados a Rafael Cauduro. Y el 2000 lo inicié con aquella exposición de Gabriel Orozco en el Museo Rufino Tamayo que dejó igualmente honda huella en mí. En aquel tiempo, algo más joven que ahora me llamaron poderosamente la atención las piezas grandes. El coche cortado, el elevador, las bicicletas, las mesas de ping pong, la mesa de billar redonda y demás. Como todo artista joven disfruté de las provocaciones de la caja de zapatos y la etiqueta de yogourt, pero consciente de ser eso, happenings muy bien dirigidos dentro del mundo del arte conceptual. En general me molestan las “ocurrencias” con las que muchos “artistas” gustan de tratar sorprendernos. Estas son generalmente vacuas e irrelevantes, salidas fáciles ante los problemas que plantea el arte. En Gabriel Orozco no encuentro esta frivolidad. Como muchos artistas contemporáneos, lo peor son sus imitadores. También varias de las fotografías me interesaron, esa capacidad para descubrir imágenes dentro de las imágenes mismas, de crear arte interviniendo espacios cotidianos como el supermercado o una banqueta. Poco me importaron las piezas de los círculos y sus variantes que aparecían en fotografías y billetes.

Cabe apuntar la anécdota completa. Visité aquella exposición con la fotógrafa Tatiana Parcero, excelente artista considerada por la revista Time una de las líderes de Latinoamérica del siglo XXI, y que fuera pareja de de Orozco por casi 10 años. Iba también con nosotros, su pequeña hija entonces de 3 años, producto del actual matrimonio de Tatiana. Esta visita guiada me permitió entrar a ese mundo con una visión mucho más amplia. Pieza a pieza Tatiana me contaba el contexto bajo el que el artista trabajó. Tuve información de primera mano del proceso creativo y la relación con su vida privada. Complementado del propio conocimiento de Tatiana y de las desprejuiciadas reacciones de su pequeña, fue una de las experiencias más ricas de mi vida en relación al arte conceptual. De haber grabado los diálogos y la visita bien se hubiera podido convertir en un libro excepcional. Desgraciadamente esto se me ocurrió muy tarde y nunca será escrito.

¿Qué es lo que hace al arte? Creo que lo que pueda a llegar a producir movimiento en nuestro interior. Si te deja indiferente, no es arte. Ahora, sobre eso que te pueda producir hay niveles, y ahí es donde también muchos oportunistas hacen uso de de triquiñuelas y efectismos. Causar impacto y repulsión es muy fácil. La escatología y las ocurrencias son tan irrelevantes como el perfecto dominio de la técnica sin nada interesante que decir. El arte obliga a ingresar a niveles más profundos de nuestra condición humana. Ahí donde se mezclan a la incertidumbre, la sorpresa, la inquietud, la ironía y el humor, pasea la obra de Gabriel Orozco.

He seguido de cerca su trayectoria y el debate que su obra ha merecido. La última exposición en el Palacio de Bellas Artes me causó una extraña y agradable sorpresa. Aquel leiv motiv de los círculos me llamaron ahora poderosamente la atención y en un momento explicaré por qué. Antes, evidentemente muchas de las piezas, sobre todo las fotográficas ya las conocía y pude disfrutar de nuevo de ellas. Me extrañó la ausencia de la mayor parte de las grandes piezas como las mesas de ping pong y el coche, o la controvertida caja de zapatos. Me interesaron las mesas de trabajo, sobre todo los cuadernos de apuntes que permiten observar de cerca la meticulosidad del artista y su completa inmersión en el proceso creativo. La gran pieza de que había presentado en la bienal de Venecia, es evidentemente un ejemplo perfecto de la apropiación de un espacio reproduciéndolo y trasladándolo tal cual a otro contexto. Menos espectacular que la del Tamayo pero a la distancia, posiblemente puedo ahora disfrutar más de las sutilezas del trabajo de Gabriel Orozco. Los años decantan la percepción y afinan los sentidos, empieza uno a experimentar menos excitación y a desarrollar mayor placer. En esta ocasión, la aparición constante de los círculos me cautivaron al despertarme la incógnita acerca del desarrollo de un tema a lo largo de una obra. En la música el tema y sus variaciones está ampliamente estudiado, ahí está la Quinta de Beethoven como gran paradigma, o los mil y un variaciones de diferentes temas barrocos y clásicos. De Bach a Shoenberg, la música se ha nutrido de ese recurso de todas las maneras posibles. Tras el serialismo. ¿Cómo hacerlo en la música de concierto actual? ¿Cómo trasladar ese nivel de abstracción y sencillez que logra Orozco en sus círculos? Son también varios escritores los que hablan de toda su obra como una misma historia, un mismo y gigantesco libro, en pocas palabras un solo tema. Los círculos de Gabriel Orozco, por su sencillez, por lo elemental, por casi casi pecar de una obviedad infantil, son un inmejorable ejemplo de lo que es un tema y sus variaciones con sus infinitas posibilidades, la abstracción hasta el mínimo elemento. La fascinación que me produjó encontrar algo donde anteriormente no creí encontrar nada, así como la gran cantidad de interrogantes y resortes que despertaron en mi interior, son parte de lo que puedo llamar arte. En este caso, el de Gabriel Orozco.


Wednesday, February 07, 2007

Promoción y cultura en México

Por Jorge E. González Ayala

La cultura está sujeta a su difusión para llegar al público. De la promoción depende que salga del cubículo, del cuarto de ensayo, de las salas vacías o de los circuitos de “enterados”. Para hacerlo es necesario cambiar los paradigmas que dominan la cultura en nuestro país o condenarla de por vida a la marginalidad subsidiada o no. Desgraciadamente faltan objetivos claros y método. Prevalece la burocracia en el ámbito institucional y en el independiente la falta de visión y las buenas intenciones como justificante a la mediocridad. En ambas la autocomplacencia.

La generación de un mercado cultural es fundamental para hacerla autogestiva y elevar el nivel de la oferta. En la medida que un proyecto se ve obligado a darse a conocer y exponerse al escrutinio del público, también estará obligado a elevar su calidad y a mayor calidad mayor número de personas que querrán conocerlo. Pero por el hecho de ser cultura se tiene por sentado que no generará ganancias y que el dinero invertido nunca regresará. Prevalece la idea de que la cultura debe de ser un pozo negro financiero. Como el dinero se da por perdido, la rendición de cuentas, los presupuestos sanos y las taquillas llenas, son ideas extrañas ajenas a la “cultura de verdad”, lo importante es llevar a cabo el proyecto, aunque nadie se entere. El dispendio por un lado o la improvisación del otro, parecen norma.

El estado tiene la obligación de fomentar y promover la cultura, pero también de dar resultados más allá de anunciar cuántos millones de pesos se gastaron en tantos miles de proyectos. Tiene obligación de utilizar bien los presupuestos, de que aparezcan a tiempo las pautas publicitarias, de realizar la promoción adecuada de los proyectos que cobija.

En el sector independiente predomina el estigma de la falta de recursos, pero poco dinero no tiene porque ser sinónimo de mal hecho. El talento no puede estar atado a grandes presupuestos para desarrollarse. Tampoco debe ser pretexto para una mala difusión, desde los medios alternos como el internet, hasta el tradicional volante de papel pueden difundir el concierto, performance u obra de teatro. Los artistas independientes deben también generar un mercado, ser concientes de que su sobreviviencia depende de tener un público dispuesto a pagar por sus proyectos o resignarse de por vida al subsidio y los trabajos alternos.

Está claro que la cultura debe ser accesible para la población en general, pero hay que acostumbrar desde el principio al público a pagar por ella por la sencilla razón de que todos los involucrados necesitan dinero para subsistir. Músicos, actores, escenógrafos, tramoyistas, boleteros, diseñadores, necesitan cubrir sus necesidades como cualquier otra persona. Además el empresario estatal o privado, que destina dinero en la cultura debe por lo menos recuperar su inversión y lo deseable es que le genere una ganancia que le permita seguir invirtiendo en más proyectos. Se equivocan los que defienden a ultranza la gratuidad. Fuera de aquellos que no tienen para sus más básicas necesidades, la mayoría puede en la medida de sus posibilidades gastar dinero en satisfacer sus necesidades culturales. Pero aquí desde temprana edad se le enseña a la gente que si es cultura debe ser gratis, lo que no hace más que depreciarla.

Las condiciones para llevar a cabo una buena promoción son en primer término, la calidad del proyecto. Esto no tiene que ver en si es comercial o no, pero una mala obra de teatro, una orquesta desafinada, un montaje improvisado, difícilmente generará interés. El mercado no es de incumbencia del creador, a este únicamente le corresponde llevar a cabo su trabajo con la mayor calidad. El deber del promotor es hacerlo llegar al público para que lo juzgue. Para un buen producto siempre habrá audiencia, el reto es hallarlo con los recursos disponibles.

En segundo término está la optimización de recursos para su difusión. La cantidad de dinero no es tan importante como el conocimiento del público objetivo; sus hábitos, preferencias y nivel socio económico para poder apelar al mismo con facilidad. Hay promotores que carecen de contacto con el mercado, desde el creador que produce sólo para su círculo social o el burócrata, conforme sólo con “cumplir”. Algunos optan por la especialización con buenos resultados, con la ventaja de que se ahonda en un mercado, se le explora y se transita por él una y otra vez. Sin embargo los promotores abocados a una especialización, corren el peligro de conformarse sin darse cuenta, con lo ganado, sin ir más allá, cuando lo que necesita nuestra cultura es crecer.