Friday, July 15, 2016

El último disco de la historia

El último disco de la historia.
Ensayo
Jorge E. González Ayala

Desde su aparición el disco tuvo enorme repercusión en la sociedad. La capacidad de escuchar a placer música, en donde sea, nos ha permitido trasladar ese placer con nosotros como un acompañante permanente en nuestra vida. De tal manera que la música grabada esta presente desde nuestros momentos más memorables hasta el día a día cotidiano, tan así, que llegamos a llamarle el soundtrack de nuestras vidas al conjunto de canciones que creemos representativas de los años vividos.
La música presente a lo largo de la historia de la humanidad, pasó a interpretarse y representarse en un objeto llamado disco. Ni Bach, ni Mozart o Bethoveen los conocieron ni necesitaron de ellos, pero es a partir de su aparición que su música se hizo accesible sin necesidad de presenciar a los intérpretes en vivo. Pensemos sólo como ejemplo, cuántas personas habrán podido escuchar La Flauta Mágica antes de la aparición del disco, no más de un par de miles.
Daniel Cosío Villegas cuenta en sus memorias, que afuera de su casa en la colonia San José Insurgentes, se estacionaba la sombra de una figura cuando en el moderno modular estereofónico ponía a sonar la sinfonías de Bethoveen que su trabajo como diplomático le había permitido adquirir en Nueva York. Esa sombra era Julián Carrillo, creador del sonido 13 y primer director en dirigir las nueve sinfonías durante los festejos de nuestro primer centenario de Independencia. Imagínense la sorpresa y regocijo de poder escucharlas de otro director. La única vez que lo había hecho fue bajo su propia batuta. Así de gigantesco era el paso de la tecnología y el progreso.

Así el disco cambió nuestra forma de consumir y escuchar la música, más para bien que para mal. Tan así, que con el tiempo los hubo tan influyentes, que marcaron no sólo vidas, sino épocas completas y a la sociedad en su conjunto.

Son miles los discos que han cambiado la vida de millones de personas de diferentes nacionalidades, razas y credos.  Y unos cientos los que han cambiado el rumbo de la música y dejado huella indeleble en su tiempo y en la sociedad. Sgt. Pepper de los Beatles, Kind of Blue de Miles Davis, Thriller de Michael Jackson, The Dark Side of the Moon de Pink Floyd, revolucionaron en su momento la forma de hacer y grabar música así como la forma que las personas comunes y corrientes la escuchaban y permitía que esta influyera directamente en su forma de pensar, sentir y finalmente vivir.

Hubo discos que nos cambiaban la vida. ¿Cuál fue el último que nos la cambio?

Ahora que incluso la venta de descargas de mp3 que tan orgulloso mostraba Steve Jobs en su revolucionaria i pod, han venido a menos por los servicios de streaming musical, los discos empiezan a realizar su despedida del mercado. Apenas cien años de historia, prácticamente marcaron el siglo XX. Las nuevas generaciones buscarán la música dentro de un Aleph que la contiene toda en algo tan abstracto como el Internet o las nubes virtuales. Ahí vivirá ahora casi toda la música grabada, discos o no discos. Serán canciones las que prevalezcan sobre las obras completas de doce temas, el triunfo del sencillo sobre el conjunto. No habrá más discos trascendentes. El último si acaso, será el postrero del genio que predijo que algún día se consumiría la música como un servicio más, así como la electricidad, el agua o la televisión de paga. El hombre que se benefició del capitalismo y la especulación cotizando su catalogo en la bolsa de valores. Es Blackstar, el último disco que grabó David Bowie, el último disco de la historia. El que pone punto final no sólo la obra del polifacético compositor, sino a la del disco mismo. Bowie sabía que era él último que grababa, que su vida junto con la de los discos llegaba a su fin al mismo tiempo. Una pieza perfecta, entre el jazz, el rock, el avant garde y la música pop, lanzada inmediatamente tras su muerte. Un disco que no se puede dejar de escuchar, que toca las fibras más íntimas del escucha absorto en los sonidos del genio que sabe que se escucharán tras pasar a mejor vida. Muerto, Bowie lanzó el último disco de la historia, el último verdaderamente trascendente.


El último disco de la historia.
Cuento
Jorge E. González Ayala

Pau ese día se sentía frustrada, harta. Lo suficiente para no contestar las llamadas del celular, no checar sus correos electrónicos, su cuenta de Twitter o revisar las dos que tiene en FB. Tiene dos porque una es la personal para estar en contacto con sus amigos y conocidos más allá del mundo virtual y la segunda es la cuenta que tiene como figura pública por su trabajo como dj.
Pau ama la música desde que se acuerda, desde el primer instante que escuchó muy pequeña a The Who en el tocadiscos de su mamá. La madre viuda, Pau hija única, en la pequeña casa de San Fernando la música era un elemento sustancial del micro habitat madre e hija. Sin tenerlo claro todavía, el destino de Pau sería consagrado a la música.
Muchos años después estudiando diseño en una universidad privada, Pau se enteró de la estación de radio dónde los estudiantes de comunicación hacían sus prácticas traspasaría los muros del plantel para vía kilohertz alcanzar prácticamente todos los hogares del Distrito Federal. Los jesuitas dueños de la escuela parte estrategia, parte educación, parte política, habían invertido suficiente dinero para convertir en radio pública, lo que sea que signifique, una estación, hasta ese momento de corte puramente escolar.
Pau tenía claro que sin que nadie se lo enseñara, después de escuchar música, el mayor placer del melómano es hablar de música. Tras noches leyendo sobre teoría cromática y entregando trabajos que competían con veinteañeros ambiciosos de ser directivos creativos en las agencias de publicidad, el micrófono de la estación de radio era un canto de sirenas.
Pero la primera lección que le daría a Pau el mundo de la música es que había que pagar derecho de piso. Eran muchos los que deseaban la oportunidad del micrófono y los pocos que contaban el espacio “al aire”, estaban muy poco dispuestos a ceder un mínimo de territorio a voces nuevas.
En pocas palabras, no era nomás de decir “ya llegué”. Habría que buscar las rutas entre los diferentes aspirantes a locutores para llegar a la anhelada meta.
Si bien los varones tenían esas opciones de corte entre “técnico” y  “nerd”, de aplicar atrás de las consolas y las computadoras como asistentes de audio, a las chicas les quedaba el consabido deber de atender el teléfono y poner a funcionar la cafetera, cuando no, a sacar fotocopias, encargar las pizzas y ayudar a llenar las diversas formas burocráticas que requería la estación.
No era realmente siquiera cercano a sus expectativas, pero sus deseos eran mayores que su rabia cada vez que le pedían hacer un mandado estúpido que no quería llevar a cabo.
Así que disciplinarse en decir “si señor” y poner su mejor sonrisa brindó frutos mientras sus calificaciones bajaban, el celo de la estación de radio no dejaba mucho tiempo para láminas de dibujo constructivo y ensayos de Freud acerca del arte y el tabú.
Pero si las calificaciones habían bajado, sus bonos por perserverancia, y “buena actitud” en voz de la directora de la estación, le habían valido la oportunidad en el estelar horario de las 9 am…. ¡los sábados! En una estación de corte universitario donde esa hora es propia de dormir la mona tras haber sacado los demonios en el club de moda o de practicar deportes antes de tirarse a verlos en la televisión.

Eso no importaba nada. El primer día que entró a la cabina y vio el letrero luminoso que decía “al aire” prenderse, se dijo, “de aquí soy” y condujo su programa con la misma pasión que si se tratara del horario estelar de la misma BBC. Había llegado a su nuevo hogar, lejos de la casa en la privada en San Fernando, y dado su primer paso en aquel mundo misterioso que tanto la atraía, la música.
Pau no paraba ese día, hablaba, saludaba, compartía la música y lo que sabía de música. Desde The Clash y Joy Division hasta Daft Punk. Pau era una enciclopedia musical de cabellos pintados de rojo.
Pau era guapa, pero no le importaba, era talentosa pero nos valagoriaba de ello.
Pau era el tipo de chava que odian las otra chavas.
Y también la odiaban los compañeritos gays de la estación.
Iba a contracorriente, porque incluso en una estación universitaria, dar la propia opinión está mal visto.
Y Pau opinaba, frente y atrás del micrófono.
Ganado su espacio más que defenderlo, lo hacia respetar.
Dignidad era su lema.
Música libre de culpas.
Eso era lo que hacía Pau.

Hasta que un día cumplió treinta años y se dio cuenta que no le gustaba su trabajo, lleno de arribistas y trepadores. También que  ya no podía sostener su relación de pareja. Ella seguía jugando a la casita mientras él quería comprar una camioneta, casarse y procrear.

Pau, se pintó el pelo de morado.
Salió a la calle y lloró.
Lloró mucho, a mares.
Lloró por su madre primero divorciada y luego viuda que la crió como hija única.
Llóró porque su novio la amaba con toda el alma, pero ella no.

Lloró porque un día se compraron una camioneta y ella se dio cuenta que no quería llenarla de hijos.

Loró.
Y se prendió un toque de mota.

Y escuchó a David Bowie, que muriendo de cáncer grabó blackstar.


Pau, supo que iba a estar bien.