Por Jorge E. González Ayala
En el 2001 parte de mi trabajo era hacer eventos para una plataforma del primer boom del punto com. Se llamaba Elfoco.com y era de contenido diverso, tal vez demasiado diverso. Digo, en la época existía Loquesea.com, ya de ahí todo era posible. Por alguna razón en el aire se respiraba la posibilidad de que trabajara en esa plataforma. Nunca se habló directamente, nunca se puso sobre la mesa, como esos coqueteos que se cruzan miradas, pero no se exponen intenciones. Un día anunciaron una entrevista con José Saramago. Acababa de leer el Evangelio según Jesucristo, que me fascinó. Le escribí un moderno e-mail a Rubén Álvarez que era junto con Carlos Puig una de las cabezas del proyecto, para felicitarlo. Me contestó, pues ven. Y fui.
Llegué a las oficinas de la calle Arturo en San Ángel, donde también habitaban las de Altavista films, que por ese entonces lanzaron Amores Perros. En una sala de juntas estaba muy bien sentadito y serio el nobel de literatura. En la sala Carlos Puig, Rubén Álvarez y Lynn Fainchtein que realizaría la entrevista. Ah, y un servidor. Recuerdo poco de la entrevista, pero se me quedó grabada la emoción de los presentes que contrastaba con la solemnidad de Saramago. Supongo que la entrevista a un portal de internet, que en aquel tiempo era algo muy nuevo, no le llamaba la atención ni lo entendía.
Terminó, se retiró el Nobel y la entrevistadora. Y nos quedamos un minuto de silencio incómodo Rubén, Carlos y yo. Me levanté, me despedí y saliendo a la puerta me volvieron a llamar, regresé y de nuevo ninguno se atrevió a tirar el respectivo guante, quien cortejaba a quién, nunca lo supe.
De esa ocasión quedó el testimonio de dos libros autografiados.
Ayer pasaron a manos de otro excelente amigo, Max Ramos, cuya historia, como diría Michael Ende, tendrá que ser contada en otra ocasión.